Martes. Para no ser menos, el martes tendría que ser otro día sin respiro. El gran problema eran las piernas: los gemelos ya no querían tu tía y ¡era el segundo día! Así que con ansias de conocer y resignación hacia el dolor arrancamos nomás. Con tanta mala suerte que el martes no era día de museos: todos cerrados. Pero para saberlo tomamos subtes y caminamos como locos sin poder entrar a ninguno de los tres que fuimos. Lo bueno –decíamos para no deprimirnos- es que conocimos distintas partes de la ciudad. Y bue, por un lado era cierto, pero los calambres nos recordaban que el caminar por el caminar mismo no era el mejor programa para nuestras piernas. Por suerte el Museos de Orsay fue la excepción: abierto y con cuatro niveles de romanticismo para gozar (e ir sentándose de a ratos). Después de tres horas, como no queríamos perder la carrera
Miércoles. El día del arte, o sea el Louvre. Esta si fue una verdadera carrera a ver cuánto alcanzábamos a disfrutar sin perder las piernas y el interés en el intento: de diez de la mañana a nueve de la noche hicimos lo mejor que pudimos. Y fue poco. Solo pinturas y la pequeña sala destinada a Oceanía, África y América. Pero a pesar de bajar las escaleras c
Jueves. Ultimo día. Trocádero, breve “corrida” (por supuesto no literalmente) al Museo de la Moda para comprar algo para la madre de Augustin –diseñadora chipriota- y fotos al borde del Siena de día, con la torre de fondo y el pequeño parque que el Trocádero tiene cerca. Esa sería la despedida de Paris. Aunque nuestra carrera contra el tiempo no terminaría ahí. Del subte al avión, del avión al subte, del subte al tren, del tren al colectivo. Y el hogar, la cama y las pantuflas serían el mejor recibimiento. Ahora –por supuesto desde la cama- les cuento que los gemelos andan mejor y que la corrida valió la pena. Pronto verán las fotos en flickr.